En innumerables ocasiones
hemos tenido la oportunidad de observar imágenes fotográficas en las que
podemos contemplar como el ser humano, a través del correr del tiempo, ha
confiado a la piedra sus secretos. Desde la llamada “Era de los Megalitos”
hasta la época de las catedrales góticas pasando por las pirámides y por las
incomprensibles estatuas de la isla de Pascua, las piedras han hecho las veces
de rígidos libros en los que está reflejada la memoria del tiempo.
Comunmente sólo creemos que las piedras tienen mensaje
cuando vemos que en ellas ha sido grabado un extraño dibujo, un enigmático ser
presuntamente divino o algún curioso sistema de escritura que nos sonríe de
medio lado al ver que nos esforzamos por entenderle... y no lo conseguimos del
todo.
Pero la comunicación de los antepasados no se encuentra
únicamente en lo que han dejado “escrito” en la piedra. Gran cantidad de datos
acerca de estas civilizaciones han sido descubiertos sencillamente por la
propia piedra, por su colocación, por su forma, por su función...
Y ahí es donde está el meollo del asunto. ¿Cuál es la
función de la piedra que nuestros predecesores usaron?
La mayor parte de ellas, en tanto en cuanto nos referimos
a las pertenecientes a la “Era de los Megalitos”, siempre han sido consideradas
como un capricho de nuestros salvajes abuelos cavernícolas. Parece ser que
cierto número de estudiosos del tema opinan que aquéllos mataban el tiempo,
debido a su brutal salvajismo, levantando bloques de piedra de varias toneladas
de peso y de varios metros de altura que anteriormente habían arrancado de
canteras situadas a kilómetros con unos útiles de dudosa eficacia.
Evidentemente, de todos es sabido que tales monumentos
cumplían funciones funerarias. Puede ser lógico pensar que un grupo de salvajes
que se están peleando con todo tipo de animales (y entre ellos), que no tienen
el menor conocimiento médico (lo cual hace que la muerte les resulte algo muy
cotidiano), y que viven en cavernas por ser incapaces de hacer una vivienda
artificial, tengan una inquietud más que
humana por la muerte y una obsesión por ella sólo comparable a la que la
sociedad actual posee, y eso es lo que les impele a idear tantos tipos de monumentos
fúnebres, que no les deja tiempo para poder dejar de comer carne cruda.
Y ahí es donde esa imagen de salvaje abuelo con pelos
revueltos y contundente garrote en diestra se topa con unas cuevas en las que
se dibujan unos bisontes con asombroso realismo, aprovechando los relieves de
la roca y mezclando diversos elementos naturales para crear los colores
adecuados. Quizá habría que pensar que el abuelo salvaje podría estar algo
peinado.
Como la concepción de la muerte en nuestro inventado
cavernícola es de tinte totalmente mágico (algo es algo), las pinturas en la
cueva deben formar parte de un intento de recrear artísticamente lo que veían a
su alrededor. Pintaban porque les gustaba recordar lo que cazaban para comer.
Hay quien opina que a modo de intento de unión con el alma del animal que le
iba a servir como comida (un poco rebuscado para ese tipo de descerebrado
salvaje), y los hay que creen que simplemente por recrear su vida cotidiana. O
sea, el arte por el arte.
Pero ya hemos sacado algo en claro. Nuestro aborregado
antepasado ya posee un no se qué de sentido mágico, primitivo e inútil como
todo lo mágico, pero algo más evolucionado que el garrotazo en la cabeza de la
hembra de turno.
Bueno, ahora es cuando podemos tomarnos algo más en serio
al presunto habitante de la cueva. Una civilización que posee individuos
capaces de realizar pinturas y arrancar enormes piedras a canteras que distan,
muchas veces, varios kilómetros del lugar en el que se erigen, no parece tan
primitiva (en el sentido de salvaje) como normalmente se piensa.
EL
PROBLEMA DE LOS MEÑOS
Vamos a intentar mirar un poco el tema de los menhires,
los dólmenes y todos esos montones de piedra bruta que los cavernícolas se
dedicaban a plantar por ahí cuando se aburrían.
De todos es sabido que muchos de esos menhires han sido
considerados en diversos lugares como “sagrados”. Unos tenían fama de proteger
del Diablo, otros de ser parte del mismo Diablo, y otros tienen la curiosa
particularidad de poseer propiedades curativas o incluso milagrosas si contamos
los que son usados por algunas mujeres como remedio a su esterilidad o como
fórmula para procrear hijos sanos. Por cierto, no haría falta intentar
demostrar la absoluta tontería de realizar roces extraños en una piedra para
tener hijos, sólo el pensarlo nos provoca una risilla sarcástica. Claro. Pero
si tenemos en cuenta que es un rito que se viene haciendo “desde siempre”...
vamos, que si se sigue haciendo hoy en día, una de dos, o algo funciona y
mantiene viva la llama de su utilidad, o todos los que se acercan al meño a
realizar su ritual son rematadamente imbéciles... yo diría que más aún que los
que allí los pusieron, que al menos se llevarán riendo unos cuantos siglos
observando la estupidez de sus descendientes...
Vamos a ver algo más práctico y, me atrevería a decir,
que perfectamente comprobable. En un campo situado entre Marrakech y Xixauen
(Marruecos), había no hace mucho un campesino que araba su campo con aperos
bastante poco tecnológicos que tenía que conducir entre los bloques de piedra
que había en su terreno. Tales bloques eran lo suficientemente pequeños para
que pudieran moverse con un poco de ayuda. Pero el bereber no quería ni oir
hablar de quitar las piedras de su lugar. Según él, cuando Alá enviaba agua,
eran las piedras las que la retenían, y era gracias a ellas por lo que su campo
estaba en tan buen estado. Pero era imposible poner más piedras en el lugar.
Llevaban allí demasiado tiempo y nadie sabía como hacerlo de nuevo.
Un caso similar ocurre con un campo del Berry. Una piedra
en uno de sus prados (un menhir de casi cuatro metros de altura) era el orgullo
del labriego, que no cesaba de decir que ese era su mejor prado y del que más
se beneficiaban sus animales. Y todo gracias a esa piedra que llevaba ahí “toda la vida”.
En los alrededores de Mont-Saint-Michel hay tierras
cultivadas con menhires que tienen unos extraños nombres. Uno de ellos es el
llamado Pierre-Bonde, del que se dice que “obstruye la entrada del Abismo”, que
si fuera retirado las aguas invadirían las tierras. Hay otro llamado La Clé,
que, dicen, puede girar sobre sí mismo, pero que si se le diera la vuelta,
quedaría abierta la puerta de las aguas. En Saint-Samson, cerca de la Rance, el
menhir llamado La Thiemblaye es famoso porque se dice, es una de las Tres
Compuertas del Infierno ya que se encontraría en él una de las tres llaves del
mar. Las otras dos, bien se han perdido o bien las tiene una bruja. Si se
girara la piedra el mar entraría por allí y llegaría de nuevo el Gran Diluvio.
Y aún hay más. En Corcept, cerca de Paimboeuf hay otra Pierre-Bonde. La que
Gargantúa dejó caer y que interceptó el río y dió origen a la llanura pantanosa
llamada de Maraichedeau.
Evidentemente son tontas leyendas provinientes de
culturas paganas llevadas por los caminos de la magia y la brujería.
Bien, pues resulta que Mont-Saint-Michel, hace no
demasiado tiempo, era una colina de tierras cultivadas con un frondoso bosque
que le rodeaba y que se extendía a lo que ahora es su bahía.
Cuando los bretones de Gran Bretaña, expulsados por los
sajones fueron allí a buscar refugio, se encontraron con unos paganos que
veneraban las piedras mágicas. Evidentemente los bretones, fervientes
cristianos, calificaron tales monumentos como Piedras del Diablo y destrozaron
un gran número de ellas, entre las que se contaba la más importante, el Gran
Dolmen que coronaba el monte y que siempre había sido lugar de peregrinación
para la galia.
Y bueno, poco después de la invasión bretona, el mar
invadió el lugar hasta convertirlo en lo que actualmente es. Por supuesto se
trata de una casualidad ¿de qué si no?
Otra casualidad: después de la invasión cristiana bretona
es cuando se produjo el hundimiento del golfo de Morbihan.
Hay una curiosa leyenda relativa a la legendaria ciudad
de Ys, en la bahía de Douarnenez. Tal ciudad, parece que efectivamente existió,
y que sus pobladores eran los llamados Ismios. Tenían un rey llamado Gradlon, y
la ciudad estaba protegida del mar por un dique, el cual tenía una llave. Si se
daba la vuelta a la llave se abría la puerta del dique y la ciudad se inundaba.
El dique no debía ser uno al uso, puesto que, al estar más alto que las aguas
más altas de la ciudad, si se hundiera ésta, él hubiera quedado accesible, y
desde luego no ha aparecido nada por el estilo. Bueno, pues la leyenda cuenta
que Gradlon era bueno, justo y bondadoso a la par que buen cristiano. Su hija
Mahu en cambio era todo lo contrario, puesto que era pagana y adoradora del
Diablo, el cual le ordenó que abriera las puertas del mar. Ella lo hizo y las
aguas lo invadieron todo.
Gradlon, que poseía un caballo muy veloz -curioso, un
caballo-, montó a su hija en él y ambos huyeron, pero una voz dijo al rey que
abandonara a su hija, causante de todo el mal. El rey que vió lo sucedido por
culpa de su descendiente, la dejó caer. En ese momento las aguas se detuvieron,
pero la ciudad ya había sido engullida por el agua.
Para Louis Charpentier, la leyenda debe interpretarse al
revés: en tiempos remotos, alguien colocó allí unas piedras para proteger las
tierras de las embestidas del mar. Los sabios druídas eran los encargados de su
cuidado y mantenimiento. Pero con la cristianización de la Galia éstos
comenzaron a ser perseguidos. Y el evangelizador de turno hizo que se
destruyeran todas las piedras, que no eran otra cosa que ídolos de los celtas.
En fin, lo que los evangelizadores ignoraban era que los celtas no tenían
ídolos, así que destruyeron las piedras que debían estar allí para cumplir otra
función. La hija de Gradlon, cristiana ella, obedeció los mandatos de sus líderes
religiosos. El suceso fue tan importante que, al no poderse ignorar, lo mejor
que se podía hacer era cambiar los protagonistas. Todo solucionado.
Podemos estar haciendo referencia a multitud de leyendas
de éste tipo con datos más o menos comprobables, pero veamos una cosa. Se dice
que los chinos descubrieron hace unos tres mil años, que el cuerpo humano está
recorrido por dos fuerzas de naturaleza opuesta. Si éstas están equilibradas
todo va bien, pero si no lo están es cuando surge la enfermedad. Para ayudar al
cuerpo a restablecer ese equilibrio perdido, se les ocurrió clavar en una serie
de “meridianos” corporales unas pequeñas agujas, que servirían para “puentear”
dichas corrientes y evitar que el mal se instalara. Es la forma más rápida de
decir en cinco líneas algo de la acupuntura. Pues bien, en un principio, las
agujas que se clavaban no eran de plata, sino de sílex.
¡Ah!, un dato que se me escapaba, hasta hace poco se
creía que esta técnica fue, efectivamente, inventada por los chinos. Bueno,
pues vamos a desaborregar un poco más aún a nuestros abueletes: se ha
descubierto que el famoso “Hombre de Hielo” hallado en los Alpes en 1991 y
datado como un habitante de hace unos 5.000 años... ¡tenía restos en el cuerpo
de haber sido tratado con acupuntura! Su cuerpo ha sido estudiado por
especialistas y han comprobado que el método y los puntos tratados son
exactamente los mismos que se tocan hoy en día. Hasta han sido capaces de
diagnosticar cuál era su enfermedad. En fin, puede que ya no sea tan fácil
tratar como locos a quienes dicen que ya se sabía acupuntura hace más de seis
mil años...
Y ahora ya sabemos (ciertos sectores de la ciencia lo
reconocen), que la Tierra está también recorrida por distintas corrientes
magnéticas, eléctricas y de otros tipos, cuya naturaleza no se conoce muy bien,
pero cuyos efectos son visibles en la vegetación.
Hace algunos años, los agrónomos intentaron activar los
cultivos levantando antenas que recogieran la electricidad estática de la
atmósfera para luego distribuirla por el suelo. Y según parece tuvieron cierto
éxito. Puede que los brutales trogloditas supieran algo que nuestros
científicos están “descubriendo” ahora, o puede que ni siquiera fueran
trogloditas... ¿no?
LAS
MÁQUINAS DEL DEMONIO
Vamos a poner un anuncio en el tablón de corcho “se
buscan cajones libres para guardar inexplicabilidades”.
¿Qué le ha dado ahora a este muchacho? -pensarán
algunos-, pues muy sencillo, voy a intentar explicarlo de forma facilita.
Cuando un arqueólogo, historiador o similar encuentra una
piedra de sílex, una crátera o un cráneo de homínido más o menos estúpido, le
coloca un papelito con la edad aproximada que dicen los libros -escritos por
otros arqueólogos, eso sí- que debe tener el objeto según su composición, forma
y lugar de encuentro. No hay problema. Por ahora vamos a dejar los cajones de
antes vacíos.
Pero no van a durar así mucho tiempo, porque si en lugar
de encontrar un hacha de sílex en la rivera del Manzanares nos vamos a Radua,
en Irán, nos podemos encontrar unos recipientes de arcilla en forma de jarrón, en cuyo interior está fijado
un cilindro de cobre de 26 mm. de diámetro y 19
cm. de altura. Dentro de tubo hay una varita de hierro con restos de un
revestimiento de plomo. ¿a alguien se le ha pasado por la cabeza que estamos
hablando de pilas eléctricas? Pues sí, eso es, además los investigadores han
comprobado que son funcionales. Pero no todo van a ser alegrías. Y es que
cuando se han llevado a cabo los trabajos de datación de los recipientes, se ha
llegado a la conclusión de que debían estar en su más lozana juventud allá por
la franja del 227 al 126 antes de Cristo.
No está mal, habrá que depurar responsabilidades y mandar
al paro a algún científico que data las cosas de forma un tanto peligrosa. Pero
no conviene echar a todos a la calle... al menos por ahora. Hay que mantenerlos
para otras ocasiones...
...como ésta: una extraña máquina hallada en Antikythera
(Mar Egeo), en el interior de un barco que naufragó hace unos dos mil años.
Cuando se empezó a estudiar la piececita -creo que más de uno se habrá
arrepentido de haberlo hecho- se descubrieron extraños engranajes. Al mirarlo
por rayos X cayeron en la cuenta de que se trataba de un complicado mecanismo
de relojería que, como todos sabemos por los libros, aún no se debería haber
inventado.
Tampoco vamos a convertir este apartado en una vitrina en
la que se exponen los objetos más rebeldes del mundo en lo tocante a su
datación... pero no me puedo resitir a un par de ellos...
Una lente, perfectamente pulida y con un acabado digno de
la mejor tecnología óptica de la actualidad... hallada en una tumba de Heluán
(Egipto) de la época de los faraones.
Y... bueno... vamos a termiar esta sección con uno de los
objetos que... no creo que debamos meterlo en el cajón que ha quedado libre.
Quizá sea mejor que con un hábil giro de muñeca se nos caiga accidentalmente en
el triturador de basuras. Se trata de un cubo de acero encontrado en Salzburgo
(Austria). Tiene dos de sus caras opuestas redondeadas y una profunda y
perfecta hendidura que lo rodea paralelamente a éstas, surcando las cuatro
caras centrales. Si no parece fruto de una industria avanzada, que baje Dios y
lo vea. Bien, pues lo verdaderamente bueno del cubito es que no cabe duda
acerca de su datación, porque se ha encontrado dentro de un bloque de carbón,
por lo que es, como mínimo de la edad de éste, la cual se remonta a... me dá
miedo... la era Terciaria... o sea que nos vamos a unos... me dá más miedo
todavía... ¡60 millones de años!
VAMOS
A CONTAR UNA TONTERÍA
Es que no se me ocurre otra forma de calificarla. Vamos a
ver cómo lo explico.
Resulta que en algunos lugares de América del Sur, los
indios -como todos sabemos, bastante primitivos y todas esas cosas- hablan de
un conocimiento que tenían sus antepasados (a los que ellos, al revés que
nosotros, tienen por sabios) que, merced a unas plantas que había que saber
mezclar, conseguían licuar las piedras. ¿Parece o no una tontería?
Bueno, pues hay un misionero por aquéllos lares -incluso
salió en televisión diciendolo, pero luego no se supo jamás de ello- que decía
haber recopilado casi todos los ingredientes necesarios para realizar la
mezcla. Evidentemente le llevó mucho tiempo, pues la tradición se perdió, y
sólo algunos viejos recordaban este o ese ingrediente. Tras numerosas pruebas
más o menos infructuosas, el religioso logró una extraña pócima. Tal brebaje
tenía la cualidad de convertir ciertos tipos de piedra en algo parecido a una
pasta grumosa similar a la arcilla, que luego se endurecería y retornaría a su
dureza original. Una pasta que era perfectamente moldeable. Para su desilusión,
le faltaba aún el toque de oro que le llevaría a poder hacer de la piedra algo
más líquido aún.
¿Un paso más hacia la locura de un pobre misionero
aislado durante años con supersticiosos salvajes de la actualidad? Puede, pero
antes de juzgar la salud mental del portador del mensaje cristiano vamos a
tener en cuenta un dato más.
Las pirámides de Egipto son bastante ancianas -bastante
más que lo que los libros cuentan, y si no... al tiempo- . Su edad y la
conservación -mala- hacen mella en sus piedras. Pues resulta que en el interior
de varias de dichas piedras que han sido resquebrajadas por el paso de los
milenios, se han encontrado partes de uñas y cabellos humanos. ¡Dentro de las
piedras! Vaya por dios, a ver si va a resultar que los egipcios se le han
adelantado al buen misionero y encontraron hace miles de años el ingrediente
que a él le faltaba...
LA
SONRISA DE LA TIERRA DE LUG
Ya termino, ya termino, pero
antes voy a decir -tengo que decir- una cosa. Que quede calro lo que debe
quedar. Vamos a ver, si a mí me da un señor un fusil y me dice que me tengo que
poner a pegar tiros a los extranjeros que atacan mi patria, probablemente le
contestaría ¿extranjeros? ¿qué es eso de extranjeros? ¿existe algún extranjero
en esta madre planetaria o somos todos familia?... (bueno, me formarían un
consejo de guerra, claro, pero no es eso a lo que voy). Porque sin embargo,
creo que hay que tener claro que la herencia cultural hay que conocerla y
aceptarla y que hay que dar a Dios lo que es de Dios, porque el César ya se
ocupa solito de coger todo lo que pueda.
Y ahí es precisamente donde quería llegar, al César,
porque si vamos a una excavación arqueológica en la que hay una enorme
extensión de terreno ayer habitado por, por ejemplo Iberos, y a su lado apenas
un diez por ciento de ruinas romanas, podemos comprobar que todos los
visitantes -generalmente encabezados por guías, catedráticos y/o arqueólogos-
se dirigen a este último lugar dando de lado al otro y apuntando a los
centuriones armados como padres del lenguaje y la civilización y renegando de
unos pueblerinos cuyo único mérito fue levantar toda una cultura, picar la roca
viva para levantar fortalezas y fábricas, crear y escribir refranes, adorar
dioses, realizar enterramientos aparentes, formular el lenguaje vasco -y por
extensión el español- y levantar... ¿acueductos?... mucho antes de que los
abuelos de los centuriones supieran distinguir una espada de un palo, y mucho
antes, evidentemente, de que sus augustos gobernantes estamparan su firma en
construcciones realizadas por pueblos precedentes para hacer creer a los que
llegan después que es su obra... ¡y lo divertido es que lo consiguen!
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